FRANCISCO LÓPEZ-MUÑOZ
Profesor titular de Farmacología y vicerrector de Investigación, Ciencia y Doctorado de la Universidad Camilo José Cela de Madrid
* Correspondencia: flopez@ucjc.edu y francisco.lopez.munoz@gmail.com
Introducción
Que Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) es el más relevante neurocientífico de toda la historia no es ningún descubrimiento. Su doctrina neuronal, considerada como la cadena final de la decimonónica teoría celular, constituye el gran pilar, la «piedra angular», que ha soportado el nacimiento y el desarrollo, durante todo el siglo xx, de todas las disciplinas neurocientíficas (1-3), como ya reconoció, incipientemente, el Comité del Real Instituto Karolinska de Estocolmo cuando se le concedió, en 1906, el Premio Nobel de Fisiología y Medicina «en atención a sus meritorios trabajos sobre la estructura del sistema nervioso».
Precisamente, la obra científica de Cajal ha sido estudiada, desde diferentes prismas, por una gran cantidad de autores, algunos de ellos, incluso, coetáneos y discípulos del científico (1,4-8). Del mismo modo, se han analizado ampliamente otros aspectos de su vida (9-12) y de su actividad cultural, filosófica e, incluso, política (13-16). En este trabajo nos ocupa- remos de un periodo de juventud del histólogo de enorme trascendencia para la consolidación de su pensamiento y de su forma de entender la España que le tocó vivir: su experiencia militar.
La adolescencia de Cajal se caracterizó, además de por constantes conflictos con sus profesores y falta de rendimiento académico –e incluso de abandono escolar, con los consiguientes enfrentamientos con su severo padre–, por una afición desmedida por las artes plásticas, una personalidad tendente a las actividades de riesgo, plena de correrías, y un carácter eminentemente aventurero, todo ello fomentado por las lecturas de novelas románticas y libros de viajes sobre países lejanos y exóticos, como los de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre (1737-1814). De todo ello da manifiestas pruebas en su autobiografía, publicada inicialmente en 1901 con el título Recuerdos de mi vida (17)1. Con estas expectativas, no resulta extraño que el futuro nobel planificara su vida hacia el mundo militar2. Y, al final, serviría en dos guerras.
Ingreso en el Cuerpo de Sanidad Militar
En 1873, Cajal se licenció en Medicina en la Universidad Literaria de Zaragoza y fue enrolado como recluta en la llamada «quinta de Castelar», quien movilizó a todos los mozos útiles de España ante una situación de emergencia en tres frentes bélicos: el recrudecimiento de la guerra de las Antillas; la declaración, el 2 de mayo de 1872, de la Tercera Guerra Carlista (1872-1876); y la sublevación cantonal. Su experiencia como soldado fue apenas de unos meses3, pues rápidamente se presentó a unas oposiciones a Sanidad Militar convocadas por el Gobierno de la recién proclamada Primera República.
Con permiso de su comandante, Cajal concurrió a la oferta de plazas de segundos ayudantes médicos de Sanidad Militar4. El 17 de agosto de 1873 tuvo lugar en el Hospital Militar, sito en la calle de la Princesa de Madrid, el preceptivo examen, al que se presentaron 100 aspirantes para una oferta de 32 plazas. A pesar de llegar con bastante retraso, logró, con menos tiempo del dispuesto, poder realizar el examen, cuya parte teórica, en relación con la etiología del cólera morbo, resulto bastante insuficiente, pero realizó un brillante ejercicio práctico sobre el tema «amputación y disección de una pierna». En el cómputo global consiguió la plaza número seis, ingresando en el Cuerpo de Sanidad Militar el 31 de agosto de 1873 (18) como médico segundo, con la graduación de teniente.
Participación en la Tercera Guerra Carlista
El primer destino del teniente médico Cajal fue el frente carlista en los Llanos de Urgel, adscrito al Primer Batallón del Regimiento de Infantería de Burgos número 36, al que se incorporó el 18 de septiembre de 1873, y cuyo cuartel general se localizaba en Lérida.
Esta formación militar, bajo el mando del coronel Salvador Tomasetti y Abances (n. d.), operaba por esa fecha en la provincia de Lérida, con la misión de defender los Llanos de Urgel de los saqueos y los ataques de los carlistas5 y estaba compuesto por unos 1400 a 1600 hombres, incluido un batallón de cazadores, un escuadrón de coraceros y algunas baterías de artillería de campaña. Para ello, Cajal participó en numerosas marchas con columnas volantes por las localidades de la zona: Balaguer, Tremp, Tàrrega, Cervera, Igualada, Verdú, Vimbodí, Calaf, Sallent. Durante los ocho meses que permaneció concentrado en tierras catalanas, apenas tuvo que realizar actos médicos, salvo curar llagas en los pies, fruto de las continuas marchas, y atender caídas de caballos y otros accidentes, algún trastorno digestivo y enfermedades venéreas: «No tuve ocasión de oír el silbato de las balas, ni de curar un herido» (17)6.
Destino… Cuba
Merced a la Circular 225 del Memorial del Arma número 19 (Orden de Guerra de 20 de abril de 1874), Cajal fue designado por sorteo al Ejército Expedicionario de Cuba, por orden del Gobierno de la República (19), lo que suponía su ascenso inmediato a capitán (primer ayudante médico) (9,18), causando baja en el Regimiento de Burgos el 30 de abril de 1874. El título de su nuevo empleo le fue expedido por el presidente del Poder Ejecutivo de la República, el general Francisco Serrano y Domínguez (1810-1885), duque de la Torre, con fecha de 21 de octubre de 1874 (19).
Con este destino, y su paga de embarque, se desplazó a Cádiz para viajar rumbo al Nuevo Mundo en el vapor España, de la Compañía Trasatlántica de Comillas, según el histólogo indica en sus memorias7. Tras una travesía transatlántica muy tranquila de dieciséis días, hizo escala un par de días en San Juan de Puerto Rico, y de aquí arribó a La Habana el 17 de junio de 1874.
En la isla caribeña se libraba la primera de sus guerras de independencia, conocida como la guerra de los Diez Años o Guerra Grande (1868-1878) (21), que comenzó seis años antes de la arribada del científico8.
El sentimiento patriótico que siempre acompañó a Cajal se pondría de manifiesto en estos momentos, cuando su padre le insta a abandonar el Ejército tras su peligroso nuevo destino: «Tenaz siempre en mis propósitos, atajé sus razones diciéndole que consideraba vergonzoso desertar de mi deber solicitando la separación del servicio. Cuando termine la campaña será ocasión de seguir sus consejos; por ahora, mi dignidad me ordena compartir la suerte de mis compañeros de guerra y satisfacer la deuda de sangre con mi patria» (17).
Primer destino insular: la enfermería de Vista Hermosa
El destino de Cajal, tras llegar a la Gran Antilla y permanecer durante un mes en la capital de la colonia, fue al peor posible9: las enfermerías de campaña, «estaciones aisladas, de difícil aprovisionamiento y extraordinariamente insalubres» (17). En concreto, fue destinado a la enfermería de Vista Hermosa (1.ª Brigada de la 2.ª División), en el distrito de Puerto Príncipe, en la zona de Jimaguayú, al suroeste de la actual ciudad de Camagüey(22). Para alcanzar su destino, el futuro científico hubo de embarcarse de nuevo en un vapor con destino al puerto de Nuevitas; de ahí, en un tren blindado, a la ciudad de Puerto Príncipe, hoy Camagüey10; y, finalmente, con una columna volante, a alcanzar Vista Hermosa.
Esta enfermería formaba parte del denominado «sistema de trochas» que caracterizó las dos guerras de la independencia de Cuba (23). Las trochas eran caminos deforestados de entre 40 y 200 metros de anchura, por donde también solía haber una vía de ferrocarril, bordeados por fuertes empalizadas, algunas veces con alambradas de refuerzo, que cortaban la isla por sus puntos más estrechos. Cada 500 metros se situaba un blocao (blockaus, de Block House) o torre de vigilancia, que era defendida por un pequeño destacamento militar, y cada 1000 o 1500 metros se alzaba un fortín de madera guarnecido por una compañía. A mayor distancia se situaban unos poblados que albergaban retenes militares de mayor importancia, almacenes y las mencionadas enfermerías (23).
Durante la primera guerra de independencia se construyeron dos grandes trochas: la trocha del Este o de Bagá, con una distancia planificada de unos 94 km, de los que solo se finalizaron unos 52 km; y la de Júcaro a Morón, mucho más larga. Dividían la isla en tres compartimentos estancos: el departamento Occidental o de las Villas, que era el más rico y que más interesaba proteger; el Central o del Camagüey, donde Cajal ejercería su actividad militar; y el Oriental, donde triunfaba la rebelión (9). El objetivo final de este sistema de trochas era aislar al denominado Ejército Libertador y batirlo por líneas interiores.
A título de ejemplo, la trocha de Bagá incluía 3 o 4 hospitales de campaña y 10 enfermerías, entre las que se encontraban las de Vista Hermosa y San Isidro, los dos destinos que ocuparía Cajal durante su estancia en Cuba. Estas enfermerías fueron creadas en 1870 y dejaron de utilizarse en 1878, al finalizar la guerra de los Diez Años (24).
El campamento de Vista Hermosa se encontraba «perdido en plena manigua» y, bajo el mando de un capitán, albergaba una compañía de soldados. Este fortín, de estructura cuadrada y rodeado de aspilleras, disponía de un barracón de madera con techo de palma a modo de hospital y con una capacidad de 200 camas. Precisamente, en este mismo barracón dormía Cajal, en una habitación adyacente a la sala de enfermos11. La mayor parte de los soldados atendidos por el capitán Cajal eran enfermos de paludismo, disentería y tuberculosis, procedentes de las columnas volantes de operaciones en el Camagüey. Incluso el propio Cajal, víctima, como el resto de soldados, de las malas raciones y los abundantes parásitos, enfermó de malaria. Para poder continuar atendiendo a sus enfermos, se autoadministraba elevadas dosis de sulfato de quinina. En este ambiente opresivo tuvo lugar la primera acción bélica en la que participó el histólogo, cuando el campamento fue atacado por una partida de mambises. Estando postrado por la enfermedad, Cajal, al mando de los enfermos útiles de su hospital de campaña, defendió el fortín, fusil Remington en mano.
Cajal pronto comprendió que el sistema de trochas implantado en el conflicto bélico constituía un verdadero error, tanto estratégico como higiénico, pues el cerco era fácilmente salvable por mar e inmovilizaba mucho personal, restándolo de la persecución activa de los insurrectos (17). Además, los costes económicos para la metrópoli, inmersa en una auténtica crisis, eran sumamente elevados. Por otro lado, la insalubridad era total, pues los fortines se alzaban sobre marismas y pantanos, donde las bajas por enfermedad eran numerosísimas. Dada la exuberancia de la vegetación y su rápido crecimiento, las trochas debían ser segadas periódicamente, y los residuos vegetales no siempre se quemaban, acumulándose en los bordes de la misma, lo que suponía un criadero de mosquitos. Aunque en ese momento no se conocían las vías de transmisión del paludismo y el dengue, estos insectos constituían el principal peligro para los soldados españoles (25)12. En 20.000 cifró el científico las víctimas debidas directamente a las trochas, en 58 000 los muertos por enfermedad entre soldados y oficiales, y en 16.000 los devueltos a la península por inutilidad total, todo esto sin contar los muertos en batalla, prisioneros, etc. (17) Raymond Carr (1919-2015), en su España 1808-1936, también apuntaba que el peor enemigo en las operaciones en la manigua de la guerra de Cuba eran las enfermedades. En su obra, recoge la opinión del general Arsenio Martínez Campos Antón (1831-1900), general en jefe de Cuba, quien consideraba insignificantes las bajas en campaña en comparación con las fiebres y las heridas que se derivaban de la guerra en la manigua (26). «¡Asombra e indigna reconocer la ofuscación y terquedad de nuestros generales y gobernantes, y la increíble insensibilidad con que en todas épocas de ha derrochado la sangre del pueblo!», exclamaría el científico posteriormente (17).
Si bien, como se ha comentado, no se conocía la vía de transmisión de la malaria en la época cubana de Cajal13, si se conocían sus vínculos etiológicos con las denominadas miasmas, o emanaciones nocivas de aguas pantanosas y estanca- das. Por este motivo, la malaria (acepción que viene a significar «mal aire») también adoptó la denominación de paludismo (del latín palus, ‘pantano’). Es interesante constatar como el espíritu investigador de Cajal ya se puso de manifiesto en su destino en la manigua, pues, según refiere Monteros-Valdivieso (20), el joven médico dedicaba parte de su tiempo libre a observar las aguas sucias encharcadas en busca de microorganismos, mediante un microscopio que había conseguido. Incluso relata la anécdota de un informe remitido por el comandante del fortín a sus superiores, pidiendo la sustitución del «físico» de Vista Hermosa, que se pasaba las horas mirando por un «tubo».
Convalecencia en el Hospital Militar de Puerto Príncipe
Dadas las condiciones higiénicas del campamento de Vista Hermosa, el estado de salud de Cajal empeoró paulatinamente hacia una anemia palúdica, complicada después con disentería, por lo que, después de casi tres meses en su primer destino, obtuvo una licencia para ser asistido en Puerto Príncipe, donde permaneció durante un mes y medio y empezó a mejorar, pero sin alcanzar una recuperación completa (17). Incluso estando convaleciente fue incorporado provisionalmente al cuerpo de médicos de guardia del Hospital Militar de la ciudad.
Además del férreo clima antillano y los efectos perniciosos de las enfermedades tropicales, la tropa española estaba sujeta a todo tipo de corruptelas, siendo habitual el progreso paulatino del soldado hacia un decaimiento físico y moral, aliñado con tabaco, ginebra, juego y mujeres14. Entre estas corruptelas se contaban los retrasos en el abono de las pagas (y los subsiguientes préstamos usureros de los mercaderes isleños). Durante su estancia en Puerto Príncipe, Cajal experimentó personalmente este problema de corrupción administrativa, pasando serias dificultades económicas, pues de los casi seis meses que llevaba en Cuba, solo había percibido la retribución de un mes (125 pesos oro), y recibió un préstamo de sus compañeros médicos15.
Segundo destino insular: la enfermería de San Isidro
Aún convaleciente de la malaria, y debido a un posible altercado de inocente naturaleza con su superior16, Cajal fue destinado, a modo de castigo, a la enfermería de San Isidro, también en la trocha militar del Este, más insalubre aún que la anterior, aunque mejor comunicada. El fortín de San Isidro estaba emplazado en medio de una ciénaga, siendo enormemente insalubre. Prueba de ello fue el fallecimiento por paludismo de los dos capitanes médicos que precedieron a Cajal, así como el hacinamiento de enfermos. De hecho, se estimó que hasta dos tercios de la tropa destinada en esta trocha del Este estaba permanentemente enferma, lo que facilitaba las acciones de los insurrectos17.
Durante los casi seis meses que Cajal estuvo en San Isidro, bajo unas pésimas condiciones higiénicas, debía atender a una media de trescientos soldados enfermos de malaria, disentería, úlceras crónicas y viruela. El nivel de insalubridad y de irracionalidad llegó hasta tal punto que el propio comandante del fortín pretendió encerrar sus dos caballos en el hospital, junto a los enfermos. Cajal se opuso a este abuso de autoridad y ataque a las más básicas normas de higiene sanitaria18, lo que le supuso la instrucción de un expediente por insubordinación y amenazas al mando. Afortunadamente, el general gobernador de Puerto Príncipe resolvió a su favor.
En San Isidro también experimentó Cajal el estado de absoluta corrupción de la administración colonial, pues, además de los retrasos injustificados del cobro de haberes y la indiferencia del mando, desmanteló una habitual práctica fraudulenta de merma en las raciones de alimentación de sus enfermos (a base de pan, galletas, arroz y café) por parte de cocineros y practicantes19.
Tras estos seis meses en su nuevo destino, su salud empeoró notablemente: «El hígado y el bazo mostraban tumefacción alarmante, y la temible hidropesía se iniciaba» (17). Además de la malaria, contrajo disentería, por lo que, a su propio tratamiento con quinina y tanino, hubo de adicionar opio. En vista de su deplorable salud, y al negársele una licencia temporal por falta de personal, decidió renunciar a su carrera militar y pedir la licencia absoluta por enfermedad. Para ello, elevó instancia al capitán general, pero su superior inmediato, el Dr. Manuel Grau Espalter (n. d.), se negó repetidamente a tramitarla, por lo que esta nunca llegó a su destino (17). En esta instancia inédita, recogida por Pérez García (19), Cajal expone: «Adjunta tengo el honor de remitir a U. duplicada instancia solicitando del Gobierno de S.M. mi separación del Ejercito en atención al mal estado de mi salud. Suplico a U. designe darle curso a la brevedad posible para salir de una vez de un punto esencialmente insalubre y de el [sic] que no he gozado ni un día de salud».
En esta precaria situación, posiblemente Cajal debió su vida a una casualidad. El nuevo capitán general de la isla, Blas Diego de Villate y de la Hera (1824-1882), conde de Valmaseda, en sustitución de José Gutiérrez de la Concha Irigoyen (1809-1895), marqués de La Habana, se replanteó la conveniencia de seguir manteniendo el sistema defensivo de las trochas, por lo cual envió un brigadier en misión de inspección de estas. El brigadier quedó tan impresionado por el mal estado de los soldados de la trocha del Este que ordenó su abandono inminente, y, además, se comprometió personalmente a tramitar la instancia del capitán médico de San Isidro.
Dispensa militar y repatriación
Ingresado como enfermo en el pabellón de oficiales del Hospital de San Miguel de Nuevitas, Cajal se trasladó, una vez obtuvo una ligera mejoría, a Puerto Príncipe, donde pasó el obligatorio reconocimiento facultativo. En el certificado médico datado el 21 de abril de 1875 se especificaba: «… presenta debilidad, palidez y decoloración de las mu- cosas, pulso frecuente, lengua algo saburrosa en el centro y encendida en los bordes, inapetencia, digestiones laboriosas y ligero dolor en el hipocondrio izquierdo… Padece de fiebres intermitentes rebeldes a los febrífugos y que, por lo tanto, atendido en estado general, se inicia una caquexia palúdica» (19). Con este diagnóstico de caquexia palúdica grave fue declarado «inutilizado en campaña», y obtuvo la licencia absoluta en mayo de 1875 (17).
Cajal sirvió en el Ejército 1 año, 9 meses y 1 día. Una vez licenciado, se desplazó a La Habana. Logró cobrar, no sin numerosos problemas y una merma del 40%, las pagas pendientes, así como cierta cantidad de dinero enviada por su padre, y, a pesar de sufrir un ataque agudo de disentería, embarcó en el vapor España con rumbo a Santander, junto a 227 soldados enfermos que el propio Cajal había acompañado desde Puerto Príncipe a La Habana. Recordaba el científico como estos soldados inutilizados en campaña viajaban en pésimas condiciones, en tercera clase, hacinados y mal alimentados. Cajal, aun no teniendo ya responsabilidad militar, dedicó gran parte de su tiempo a asistirlos espiritual y físicamente, facilitándoles incluso tratamiento farmacológico. No obstante, algunos de ellos fallecieron en la travesía y Cajal rememoraba: «¡Qué desgarrador espectáculo contemplar a la alborada el lanzamiento de los cadáveres al mar!» (17). Finalmente, el vapor España alcanzó tierra peninsular el 16 de junio de 1875.
El rey, a propuesta del Consejo Supremo de la Guerra, le concedió la licencia absoluta, mediante resolución del 17 de agosto de 1875, causando baja en el Cuerpo de Sanidad Militar.
La experiencia militar cubana como «tónico de la voluntad»
A pesar de la brevedad de su estancia en Cuba, de apenas catorce meses, la experiencia vital experimentada en la isla jamás abandonaría a Cajal, y perfilaría, de forma notoria, su pensamiento político y social y la forma de entender España durante el primer tercio del siglo xx.
Cajal recibió la noticia del desastre colonial mientras veraneaba en 1898 en el madrileño pueblo de Miraflores de la Sierra, junto a la familia de su gran amigo, el catedrático de Anatomía Federico Olóriz: «… cayó como una bomba la nueva horrenda y angustiosa de la destrucción de la escuadra de Cervera y de la inminente rendición de Santiago de Cuba» (17). La guerra con Estados Unidos y la resolución del conflicto marcó profundamente el ánimo de Cajal y lo sumió en “un profundo desaliento”»20.
En una carta escrita por Cajal el 10 de septiembre de 1898 a su amigo el científico sueco Magnus Gustav Retzius (1842-1919), resume magistralmente toda la situación generada por esta guerra: «En la pasada guerra de Cuba, España perdió por enfermedades causadas por el clima más de 200 000 hombres; y en la actual lleva perdidos más de 60 000 de paludismo y disentería. […] Cada barco de los actualmente destinados a la repatriación de los mismos [soldados], tiene que arrojar por defunción más de 100 cadáveres durante la travesía, a lo que debe añadirse que, con los sanos, al parecer, se llenan los hospitales. ¡De todo esto tiene culpa el clima, pero sobre todo una administración corrompida que ha gastado más de dos mil millones de pesetas durante la guerra para alimentar al soldado exclusivamente con arroz y sardinas! Así se concibe que el soldado estuviese tan abatido que no tenía fuerzas ni para sostener el fusil» (28)21.
La desazón ocasionada por la pérdida de Cuba, donde estuvo próximo a perder la vida, llevó a Cajal, tras un periodo de reflexión personal, al mundo de la política, integrándose en el denominado Movimiento Regeneracionista de Joaquín Costa Martínez (1846-1911)22.
Este movimiento comenzó el 18 de octubre de 1898, cuando el periódico madrileño El Liberal comenzó a publicar una serie de artículos y entrevistas a distintas personalidades del Estado bajo el título general de «Habla el País». Sería Joaquín Costa el primero en asumir el reto, y ocho días después, el 26 de octubre de 1898, le tocó el turno a Cajal, quien volvió a insistir en los errores castrenses y gubernamentales de la última guerra colonial (29): «Todos los que hemos estado en Cuba sabemos que el clima mortífero de las Antillas, en triste complicidad con nuestra pésima administración, es decir, con el hambre, los atrasos en las pagas, el desbarajuste en la distribución y movimiento de las columnas, habrían de reducir aquel contingente al año en cien mil soldados y a los dos años a cincuenta mil, poblando los hospitales y hasta los pueblos y aldeas de tísicos, palúdicos y anémicos» (29).
Hasta su muerte, Cajal siempre recordaría la guerra de Cuba. En un emotivo discurso pronunciado por Cajal en 1900 en la Facultad de Medicina de Madrid, y ante un auditorio repleto de estudiantes, proclamó: «Me dirijo a vosotros, los jóvenes, los hombres del mañana. En estos últimos luctuosos tiempos la patria se ha achicado; pero vosotros debéis decir: “A patria chica, alma grande”. El territorio de España ha menguado; juremos todos dilatar su geografía moral e intelectual» (30). En este vibrante discurso, tampoco evitó Cajal comentar los más significativos errores castrenses y gubernamentales cometidos durante el conflicto cubano. Por un lado, el gran coste humano de la campaña, donde un ejército mucho más reducido y veterano podría haber obtenido mejores resultados dentro del sistema imperante de guerra de guerrillas23.
Por otro lado, la sustitución de Martínez Campos, militar y político propenso a la paz y a la negociación, por Valeriano Weyler y Nicolau (1838-1930), marqués de Tenerife y duque de Rubí, fue, en su opinión, un desacierto notable. El nuevo capitán general de Cuba mostró rápidamente su carácter sanguinario y cruel, con la reinstauración de la guerra de trochas y la reconcentración de la población rural para evitar su apoyo a los insurgentes. Estas nefastas políticas incitarían a Estados Unidos a participar en el conflicto, bajo el pretexto de un deber humanitario y solidario con la sangre cubana derramada.
Posteriormente, en su obra El mundo visto a los ochenta años, refiere como «en la guerra con los Estados Unidos no fracasó el soldado o el pueblo (que dio cuanto se le pidió), sino un gobierno imprevisor, desatento a los profundos e in- coercibles anhelos de las colonias, e ignorante de las codicias solapadamente incubadas, como del incontrastable poderío militar de Yanquilandia» (31).
La crítica constante, durante toda su vida, a la corrupción administrativa le lleva a dar una auténtica lección de patriotismo cuando dice, en sus Recuerdos de mi vida: «¡Cuán desconsolador para un corazón de patriota es, después de cuarenta y nueve años, reconocer que todavía buena parte de nuestros militares, empleados y hasta próceres políticos siguen entre- gados al saqueo del Estado!… ¡Singular paradoja, creer que no se roba a nadie cuando se roba a todos!» (17).
La pérdida de Cuba y la llaga de la guerra con Norteamérica alentarían el germen de su pensamiento patriótico, un patriotismo de carácter crítico, eminentemente moral y siempre políticamente neutral, basado en una aspiración ineludible de justicia y en una defensa férrea del sacrificio personal. Todo esto se puso de manifiesto en el discurso que le fue encargado por el Colegio Médico de San Carlos, con motivo de la conmemoración del III Centenario de El Quijote, y que se pronunció en Madrid el día 9 de mayo de 1905.
Y profundizando en este tema, merece la pena transcribir una aseveración del postscriptum de la segunda edición de su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, al año siguiente a la pérdida colonial:
«Políticos que nos habéis traído a esta triste desventura: preocupaos seriamente de la pureza y de la moralidad en la ad- ministración pública, del culto al honor y al heroísmo en el ejército, […] de mantener, en fin, en todos los organismos del Estado el sentimiento del deber y la más estrecha responsabilidad»(30). Un pensamiento del maestro publicado en su librito Charlas de Café, Pensamientos, anécdotas y confidencias (1922), una compilación de máximas, aforismos, divagaciones y meditaciones. Incide más en este asunto cuando afirmaba: «Sólo en la desventurada España, según se ha repetido hasta la saciedad, se da la monstruosa paradoja de galardonar con ascensos las derrotas, imprevisiones e insensateces de los próceres de la política o de la milicia» (32).
Para un temperamento tan comprometido con el engrandecimiento de la patria y el resurgir de unos valores morales y culturales que borrasen la imagen de decadencia que tenía la España que le tocó vivir, la humillante derrota con los Estados Unidos, y, aún más, la pérdida material de unas tierras por las que el propio Cajal luchó y a punto estuvo de morir, dejaron una huella que no desaparecería hasta el final de sus días. «A patria chica, alma grande»(33) sería su lema, y sus armas, la voluntad, la perseverancia, la tenacidad y el trabajo diario.
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1 Cajal recuerda en esta obra que le devoraba «la sed insaciable de libertad y de emociones novísimas. Mi ideal es América, y singularmente la América tropical, ¡esa tierra de maravillas, tan celebrada por novelistas y poetas! […] Solo allí alcanza la vida su plena expansión y florecimiento… ¡Cuánto daría yo por abandonar este desierto y sumergirme en la manigua inextricable!» (17).
2 Tras finalizar la carrera de Medicina, Cajal rememora en su autobiografía que, caminando por el paseo de los Ruiseñores de Zaragoza con su compa- ñero de promoción y amigo Severo Cenarro Cubero (1853-1898), mantuvieron una conversación en la siguiente línea: «—A mí me entusiasma extraordinariamente —decíame Cenarro— el Ejército, y sobre todo la Sanidad Militar. Solo esta carrera es capaz de satisfacer el anhelo más vivo de mi alma, que consiste en cambiar diariamente de escenario y presenciar espectáculos exóticos y pintorescos. Un destino en Puerto Rico, Cuba, África o Filipinas me haría el más dichoso de los hombres… —Coincido —contesté— en absoluto con tus opiniones. También yo estoy asqueado de la monotonía y acompasamiento de la vida vulgar» (17). Finalmente, los dos amigos lograrían su objetivo. Severo Cenarro, cirujano e higienista, alcanzó el rango de teniente coronel médico y prestó sus ser- vicios, además de en la Tercera Guerra Carlista, en Puerto Rico, Cuba y Marruecos. Durante quince años estuvo destinado en Tánger, siendo miembro del Consejo Sanitario de Tánger, presidente de la Comisión de Higiene de Tánger, director facultativo del Hospital Español de Tánger y director de la Escuela de Medicina de Tánger. Sus aportaciones en la lucha contra el cólera en el norte de África fueron de suma importancia.
3 «Vime obligado a dormir en el cuartel, a comer rancho y hacer el ejercicio», indica Cajal en sus memorias (17).
4 Dado su excelente estado de forma, por su afición desmedida a la gimnasia, pasó sin problemas, el 15 de agosto de 1873, el pertinente reconocimiento médico.
5 Esa zona catalana era el teatro de operaciones de tropas carlistas muy activas, como las partidas del mariscal de campo Francisco de Paula Savalls y Massot (1817-1885) y del teniente general Rafael Tristany y Parera (1814-1899).
6 El tiempo pasó entre ejercicios físicos y conversaciones con oficiales y con payeses. Y comenta en sus Recuerdos de mi vida: «Mi espíritu, ávido de emociones fuertes y de peripecias bélicas, deploraba la placidez parsimoniosa de la guerra»(17). Pero no hubo ocasión de enfrentar a los «invisibles e incoercibles carlistas».
7 No obstante, este parece ser un error en el recuerdo de Cajal, pues Monteros-Valdivieso(20) indica que el viaje se realizó en el vapor correo Gui- púzcoa, tal como se refleja en el Diario de la Marina. Del mismo modo, en un oficio inédito recogido por Pérez García(19), se da cuenta, por parte del inspector de Sanidad de la Isla de Cuba, al director general del Cuerpo de la llegada a La Habana «a bordo del Vapor Correo Guipúzcoa del Médico 1.º D. Santiago Ramón».
8 El 10 de octubre de 1868, el abogado y terrateniente Carlos Manuel de Céspedes y López del Castillo (1819-1874) lanzó, en su ingenio La Demajagua, el famoso pronunciamiento de Yara, al grito de «¡Viva Cuba libre!», que dio comienzo a esta primera guerra por la independencia de la isla.
9 Haciendo gala de su quijotesco carácter, el aragonés no llegó a usar las cartas de recomendación que le entregara su padre para el capitán general de Cuba, con el fin de reservarle un destino poco comprometido.
10 En esta ciudad se alojó en la famosa Fonda del Caballo Blanco.
11 La sala estaba separada de la habitación por un tabique de tablas, y servía, además, como almacén de armas de los soldados fallecidos, otros per- trechos militares, alimentos y envases de medicamentos. Cajal también instaló en ella un improvisado laboratorio fotográfico y ahí pasaba el tiempo libre dedicado a esa afición y a la lectura y el dibujo, dado que no estaba permitido abandonar el fortín por los continuos ataques de los insurrectos.
12 Más tarde, Cajal se lamentaba por no conocer esta vía de transmisión y reconocería que, habiendo quemado estos vegetales que contenían las larvas de los mosquitos y colocando mosquiteras en las camas de los soldados, se hubieran salvado muchísimas vidas (17).
13 En este sentido, recordaría Cajal años después: «¡Cuán terrible es la ignorancia! Si por aquella época hubiéramos sabido que el vehículo exclusivo de la malaria es el mosquito, España habría salvado miles de infelices soldados, arrebatados por la caquexia palúdica en Cuba o en la Península. ¿Quién podía sospecharlo?… Para evitar o limitar notablemente la hecatombe, habría bastado proteger nuestros camastros con simples mosquiteros o limpiar de larvas de Anopheles las vecinas charcas» (17).
14 El alcohol era «el mejor aliado del mambís», recordaba Cajal (17).
15 Sin embargo, algunos de ellos lo interpretaron como una petición de limosna: «¿Quién diablos será este hombre que llegado apenas hace unos meses anda ya pordioseando en lugar de recurrir al crédito como aquí hace todo el mundo?» (17).
16 Durán Muñoz y Alonso Burón (12) apuntan a un comentario irónico sobre un dibujo anatómico, hecho no del todo dilucidado, pero basado en las palabras del amigo de Cajal, Federico Olóriz Aguilera (1855-1912), en su discurso de recepción de Cajal como académico de la Real Academia Nacional de Medicina, en 1907 (27).
17 Y prueba de que este fortín era empleado como destino de castigo de militares conflictivos (o de ciertas venganzas personales, como en el caso de Cajal) fue la llegada simultánea de un capitán trastornado y tres oficiales de diversas armas, «acusados de promover escándalos y cometer intolerables excesos en cafés y demás centros de recreo» (17).
18 Según escribe el propio Cajal en sus Recuerdos de mi vida, su respuesta fue: «En este recinto sanitario no hay más autoridad que la mía y pesa sobre mí la responsabilidad del tratamiento y cuidado de los enfermos, y en conciencia no puedo consentir que por capricho de usted se convierta la sala en cuadra inmunda» (17).
19 «Casi toda la carne, huevos, jerez y cerveza consumidos por los oficiales y practicantes salía del presupuesto del hospital», recordaba Cajal (17).
20 Cajal comenta que esta tristísima noticia le hizo abandonar la redacción de un trabajo sobre las vías ópticas y los entrecruzamientos nerviosos. «¿Cómo filosofar cuando la patria está en trance de morir?», se preguntaba el maestro(17). De hecho, su actividad científica durante esos años «fue bastante parca y pobre en hechos nuevos» (17).
21 «El grito del soldado en Santiago de Cuba era: “dejarnos morir en nuestras trincheras pues no tenemos fuerzas para retirarnos”. Yo fui médico militar durante la guerra de Cuba de 1874 (guerra que duró 10 años) y vine como todos gravemente enfermo de paludismo, y puedo decir que a pesar de los años transcurridos no he llegado todavía a una salud completa…» (28).
22 Además de compartir los mismos postulados sociopolíticos y de ser casi paisanos, este jurista y economista y Cajal mantenían una fraternal Amistad (14).
23 Propone Cajal 50 000 frente a los 200 000 jóvenes bisoños que fueron enviados a Cuba.
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